Un mismo día les reservó la historia, el 14 de junio, para nacer y, sin saberlo, legar a Cuba dos energías indomables.
Antonio Maceo llegó primero, en 1845, alumbrado por el sol de Santiago de Cuba, hijo de Mariana y Marcos, quienes le transmitieron un gen irreductible: el ansia de ver a su tierra libre.
Ernesto Guevara aterrizó en Rosario en 1928, con la semilla del combate contra la injusticia.
Maceo fue un huracán en campaña; sin la escuela de los presumidos, aprendió en los llanos y en el fragor del fusil la táctica certera que lo alzó a Mayor General. Sus cicatrices, 26 en balaceras y emboscadas, son capítulos de audacia.
Lo llamaron Titán de Bronce no solo por su temple, sino porque su brazo eclipsaba al más fiero de los invasores. Cayó en San Pedro, el 7 de diciembre de 1896, dejando el estandarte de la libertad flameando aún más alto.
Décadas después, el joven médico Guevara desplegó otro mapa de rebeldía. Atravesó la América rural en motocicleta y recogió el testigo de los marginados. En México se encontró con Fidel, y el Yate Granma lo condujo al bautismo de fuego de Alegría de Pío. Che fue entonces un caudillo de ideales de acero, al mando de la columna invasora que prendió la llama revolucionaria de oriente a occidente.
Maceo ofreció su sudor y su sangre para arrancar a España la mancha colonial; el Che soñó más allá de la Sierra, imaginó universos de justicia mundial. Uno forjó la ruta de la independencia, el otro encendió la chispa de la solidaridad global.
Hoy, al evocar sus nombres en un mismo albor de junio, sentimos el eco de sus pasos, un trote valiente que aún recorre las montañas y los puertos de todos los pueblos sedientos de libertad.
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