Por: María Karla Velázquez Quevedo.
Era 16 de octubre de 1953, y en Santiago de Cuba no se respiraba justicia, sino tensión. En la Sala del Pleno de la Audiencia de Oriente, se celebraba el juicio contra los jóvenes que habían asaltado el cuartel Moncada el 26 de julio.
Entre ellos, un abogado de apenas 27 años, delgado, con traje claro y mirada de fuego, Fidel Castro. No negó el asalto, lo reivindicó y en vez de defenderse, acusó, denunció la miseria, el analfabetismo, la corrupción, el crimen. Con voz firme y verbo afilado, convirtió el banquillo en tribuna, y el proceso judicial en acto político.
Separado del resto de los acusados, Fidel fue juzgado en una sala improvisada del Hospital Civil Saturnino Lora, allí, sin micrófono ni prensa, dictó un alegato que sería semilla de revolución. Enumeró males que laceraban a Cuba. No pedía clemencia, pedía conciencia. Su discurso, escrito luego en la cárcel de Isla de Pinos y sacado hoja por hoja por sus compañeros, se convirtió en manifiesto. “La historia me absolverá”, dijo, no como súplica, sino como sentencia.
Aquel alegato no fue solo un texto: fue un latido colectivo, una promesa de redención para los olvidados. En él, Fidel no solo defendía la legitimidad del levantamiento, sino que trazaba el programa del futuro Movimiento 26 de Julio. La tierra para quien la trabaja, la educación como derecho, la justicia como deber. Era el nacimiento de una nueva narrativa cubana, tejida desde la cárcel, con tinta de convicción y papel de esperanza.
Hoy, cuando Cuba recuerda, cuando Las Tunas camina entre símbolos y memoria, ese alegato vuelve a sonar porque hay palabras que no envejecen, verdades que no se archivan e historias que, al final, sí absuelven.
/lrc/
Comente con nosotros en la página de Facebook y síganos en Twitter y Youtube
0 comentarios