Las Tunas.- En la era digital y de avalancha informativa, el arte no solo mantiene su relevancia, sino que se erige como un pilar fundamental para la salud de nuestra sociedad. Lejos de ser un lujo o un mero elemento decorativo, el arte contemporáneo cumple funciones vitales y actúa como un termómetro de nuestro tiempo.
Funciona como un antídoto contra la homogenización, más sencillo, en un mundo donde los algoritmos de las redes sociales y los medios masivos tienden a mostrarnos lo que ya conocemos, el arte desafía, perturba y cuestiona; nos obliga a salir de la zona de confort, a ver lo que nos rodea desde perspectivas diferentes y a desarrollar un pensamiento crítico.
Es un espacio de resistencia donde se pueden expresar ideas disidentes, emociones complejas y verdades incómodas que no encuentran cabida en otros ámbitos.
Constituye el lenguaje universal de lo inefable: la sociedad vive sumida en una paradoja, estamos más conectados que nunca, pero a menudo nos sentimos más solos y desconectados emocionalmente, mientras el arte, en todas sus manifestaciones, proporciona un vocabulario para lo que las palabras no pueden capturar; nos permite celebrar la diversidad y conectar con la experiencia humana más profunda, trascendiendo fronteras culturales y lingüísticas.
Además, funciona como un espejo y un archivo de nuestra época. Los artistas son a menudo los primeros en detectar y reflejar los cambios sociales, políticos y tecnológicos. Su trabajo documenta el espíritu de nuestro tiempo, ese arte que se crea hoy, será el documento que las futuras generaciones estudiarán para entender quiénes éramos y qué nos preocupaba.
En un contexto de ritmo acelerado y productividad constante, reclama el valor de la contemplación y la experiencia subjetiva, demanda el detenernos a observar con detenimiento y a reflexionar, defiende el derecho a existir por el mero hecho de generar una experiencia estética y emocional, es un recordatorio poderoso de que no todo debe ser «útil» en términos mercantiles para ser esencial para el espíritu humano.
No es una experiencia vitral, sino una necesidad, un espacio imprescindible para la crítica, la conexión emocional, la memoria colectiva y la contemplación, el recordatorio eterno de nuestra humanidad compartida en un mundo cada vez más complejo y fragmentado.
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