El reloj marca las ocho de la noche cuando el aroma a cilantro y comino invade la casa. En la cocina, Lucía —madre, abogada y chef por obligación— remueve una olla de frijoles mientras su hija menor, Sofía, de siete años, dibuja corazones en el vapor del espejo. Afuera, el ruido de la ciudad ruge, pero aquí, entre los golpes de cuchara contra el metal y las risas por un chiste repetido, el tiempo parece detenerse.
La crónica de cualquier familia se escribe en estos pequeños rituales. No hace falta una celebración grandiosa, basta el gesto de Pepe, el padre, al llegar con el pan todavía caliente, o la discusión de los hermanos por quién pone la mesa. «¡Tú siempre dejas los tenedores al revés!», reclama Javier, el mayor, mientras su hermana Daniela le saca la lengua. Es en estos detalles donde late el verdadero pulso del hogar: imperfecto, caótico, pero irrepetible.
Julia, la vecina de toda la vida, dice que antes las familias se sentaban a comer sin celulares. «Ahora hasta el abuelo quiere selfies», bromea. Tiene razón, pero también es cierto que las tradiciones mutan, no mueren. Hoy, entre memes compartidos y videos de gatitos, esta familia encuentra su propia forma de conexión. Sofía le enseña a su abuelo a usar filtros, y él —entre risas— le cuenta cómo en su época solo existía «el filtro del sol en la ventana».
La cena termina con un postre improvisado: unas tajadas de mango, nadie se queja. En un mundo que exige prisa y productividad, estos minutos robados al reloj son actos de resistencia. La familia no es solo un lazo de sangre; es el lugar donde el cansancio se quita los zapatos y el amor se sirve en plato hondo.
Al final, lo que queda no es el menú, sino el ruido de los cubiertos chocando, las anécdotas que ya son leyenda y la promesa tácita de repetirlo mañana. Porque en esa mesa, siempre hay un lugar vacío esperando a quien llegue tarde. Y un plato de sobra para el que no tiene dónde ir.
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