Por: María Karla Velázquez Quevedo
Hay figuras que se imponen por sus ideas, otras por su voz. Fidel Castro lo hacía por ambas y por algo más, su carisma, por ese magnetismo que convertía cada palabra en un acto, cada gesto en símbolo, y cada silencio en mensaje.
No era solo el uniforme verde olivo era cómo lo llevaba, no era solo el discurso era cómo lo improvisaba en tiempo real, con humor, con ironía y con fuego. Fidel tenía fuerzas. Fuerza en la voz, que podía ser grave como trueno o suave como confidencia. Fuerza en el rostro, que pasaba de la sonrisa cómplice al ceño encendido. Fuerza en su mirada, que no esquivaba ni se rendía.
Lo recuerdan en la Plaza, bajo el sol, hablando por horas sin perder el hilo ni el alma. Lo recuerdan contando anécdotas, haciendo pausas dramáticas, lanzando frases que se volvían titulares, consignas e historia. Fidel tenía el don de llenar el aire, de convertir la política en relato, la ideología en conversación y la Revolución en estilo.
No era un líder frío, era cálido, provocador, teatral, cercano y por eso, más allá de la historia, más allá de la política y más allá del debate, Fidel se recuerda por su manera de estar y su manera de ser porque hay hombres que aunque se hayan ido, siguen iluminando el aire. Y eso era Fidel el que hablaba con las manos y con la mirada, el que improvisaba como si tejiera futuro, el que caminaba con el pueblo, el que convertía cada acto en símbolo y cada frase en consigna.
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