Todos los días esa lágrima de Elizabeth se aventura en un recorrido que ya es habitual.
En Accra, Wa, Nandom, Lawra, Nadwoli…, en cualquier parte de Ghana, país del África subsariahana la mayoría de los niños no conocen su infancia. La mayor parte de ellos andan con sus madres en los mercados, en la venta de objetos para sobrevivir, en el duro trabajo del campo.
Desde que tienen solo meses los pequeños cabalgan sobre la espalda de sus madres. Desde muy pequeños no saben de juguetes, ni de juegos, ni del disfrute de esa inocencia que debe caracterizar a todo niño.
Hay en el niño africano una melancolía que se refleja en su mirada. Hay una dosis de incomprensión que va más allá de su razonamiento. Y cuando ven a alguien que puede detener momentáneamente su monotonía, sonríen con tristeza y le estrechan la mano, y le hablan en sus dialectos. Y después, cuando el visitante se marcha, vuelve la melancolía a corroerle, y dicen adiós con un rostro que se vuelve indescriptible.
Como los seres más débiles, la vida de los pequeños es incierta. La malaria es constante, y junto a las mordeduras de serpientes son dos de las mayores causas de muerte. Otras enfermedades perfectamente curables también terminan con la inocencia de quienes debían ser la alegría del continente.
Por ello el niño es el verdadero dolor de África… y del mundo
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