Hablar sobre Fidel debe ser uno de los retos más grandes de un profesional de la palabra, no porque escaseen las ideas que lo describan, sino porque sobran; y a veces cuesta elegir las adecuadas.
Yo, en este momento en que decido hacerlo, solo pienso en que desde mi niñez, fue uno de mis más grandes amores; será porque estaba adaptada a ver las lágrimas de emoción de mamá cada vez que su rostro iluminaba nuestra casa y veía como sus manos, cuál brújulas en el aire, le mostraban el camino a seguir.
Desde entonces, tocar su cara y besar sus mejillas, fue el sueño perenne y dormido de aquella niña frente a la televisión, que no sabía de política, ni de historia, ni de ideologías, solo de un hombre que despertaba las más grandes emociones dentro de su ser.
Luego crecí y supe de su niñez acomodada en aquel poblado de Birán, donde jugaba con los niños del barrio y regalaba su ropa, por un dictado del alma que se volvía necesidad.
También supe de sus primeros estudios, cuál joven talentoso y siempre amante del deporte; de su amor al maestro, de sus convicciones sobre la patria, de su odio a la injusticia, de su amor por el hombre.
Así llegó su imposibilidad de estar inmóvil ante las injusticias de su alrededor; y en el tercer año de su carrera universitaria de Derecho ya se lanzaba a la primera expedición para luchar contra dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo. No pudo detenerse jamás en su empeño por derrotar al tirano y defender a los pueblos.
Sus ideas, cada vez más revolucionarias y democráticas, comenzaron a cruzar fronteras, a implantarse en la mente de los que, con su corazón bien firme en el lado izquierdo del pecho, creían en la igualdad y admiraban a una Cuba, que cada vez se hacía un caimán más justo.
Así pasaron los años. La niña dejó de estar frente al televisor y creció, y en medio de la creciente admiración, lo imitó en su actuar, y lo amó más.
Pero el galán de barba espesa iba enfermando y envejeciendo. Comenzaron sus primeras operaciones, su despedida del cargo de presidente, la reducción de su cuerpo, el cambio en su piel, en su movilidad, su desaparición de la pantalla, las crecientes especulaciones, y comenzó mi temor. El avisoramiento de un fin.
Y llegó, y aquel 25 de noviembre del 2016, bajo gritos de «Yo soy Fidel» se instauró como uno de los días más triste de la historia de Cuba, y de mi vida.
Nunca la niña de ojos saltones pudo tocar su rostro, ni besar sus mejillas; pero nunca ha dejado de temblar ante su retrato ni de seguir su ejemplo.
Hoy en mi país se respira a Fidel, porque los que lo amamos un buen día, frente a una pantalla de televisión, jamás podremos sacar de nuestro interior la magia que desprendió mi comandante, y en honor en su memoria haremos de esta Cuba, que debiera llevar su nombre, una patria justa, como nos enseñó.
/nre/
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