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Maestros, siembra de generaciones y semillas del futuro

Tuve muy buenos maestros. Inolvidables, de los buenos de verdad: de esos que se graban en los recuerdos, el alma, los sentimientos y el intelecto. Educadores a toda prueba, verdaderos formadores de mujeres y hombres, de los que no puedes prescindir el resto de tu vida porque sencillamente te marcan para siempre con sus enseñanzas.

No olvido en mis primeros pasos a la dulce Clarisbel que con sabia paciencia enseñaba números, letras, trazos y elogiaba la belleza de mis libros y libretas, mientras me animaba a descubrir el ignoto mundo del conocimiento.

Después vinieron otros, algunos con menos o con mayor impronta. Algunos verdaderos luceros de la pedagogía como Nilda, la maestra que avanzada la primaria me enseñó a sentir orgullo de mi país, a protestar ante lo injusto o lo mal hecho, a buscar la excelencia, a indagar, a no conformarme. Todavía la recuerdo -delgada cómo aún es- vibrar de pasión en cada clase y exhibir con orgullo su estirpe de Makarenko. Aún después de jubilada no se apartó de las aulas y a estas retornó como fiel formadora de generaciones.

Más tarde llegaron otros como Vladimir, infaltable en este recuento por su entrega y verdadero magisterio. Aún me maravilla recordar sus clases de Español y Literatura, sudaba a mares como apasionadas eran sus lecturas de las obras de la poética universal; con su voz grave, casi de locutor, era un verdadero deleite asistir al magisterio de un hombre que vestía en cada clase con impecable pulcritud.

En otros como Duarte, el profesor de Matemáticas, las jornadas escolares se extendían por horas y mientras en un pequeño taller remendaba ponches de bicicletas para engordar el enjuto sustento familiar; explicaba nuestras dudas en una materia que, al menos a mí, se me hacía harto complejas.

Así, la persona que soy hoy es también el resultado de mis maestros, de los que mencioné y de otros como Frank, Carbonell, Maribel, Guevara o Margarita quienes en el preuniversitario lo mismo eran tus cómplices para una escapada hasta casa o te hacían enamorarte de las hazañas de Maceo, descubrirle el intríngulis a la sintaxis o las interioridades a la biología humana.

Cada etapa de la vida tiene sus maestros, los tengo ahora en el periodismo, hacia ellos miro cuando dudo, cuando no sé qué palabra usar o cómo resultar más precisa en la idea; lo sabe Martha Reyes, una reportera de Guantánamo con quien aprendí de la generosidad y humildad de este oficio.

A varios de mis maestros no los he visto más, otros cambiaron de profesión y tal vez de país. De vez en cuando veo a alguno, lo saludo, abrazo y compartimos memorias de una u otra etapa, de uno u otro grupo. Llevan en sí el magisterio de la profesión y de la vida, la nobleza de construir el presente y esculpir el futuro.

A cada uno de mis maestros agradezco la entrega, el tiempo y el esfuerzo depositado en hacer de mí mejor persona y de cada uno de sus alumnos resumen viviente de la obra antecedida. De evangelios como ellos está lleno el archipiélago, desde La Punta hasta el Cabo de San Antonio. De esa sabia han de nutrirse los nuevos pedagogos de hoy, herederos de esa dinastía precedente pero hijos de su tiempo, de este tiempo. A fin de cuentas, un buen maestro será siempre un buen maestro, y su mejor obra no estará nunca en el manual de una clase sino en actuar de aquellos a quienes instruyó, educó y formó.

/mdn/

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