Las Tunas.- No era Teresa precisamente mi primera musa inspiradora, ni la primera persona que en ese pequeño y despoblado hogar de tablitas de madera, unas superpuestas sobre las otras hasta formar paredes, me había sacado el brillo de los ojos al admirar la belleza que puede haber en una persona para nada atractiva dentro de su comunidad rural.
Para todos era un ser común. Para mi era especial, y no era Teresa. Usaba unos pantalones carmelitas con betas negras, betas del fango, del churre, del mal lavado por las pequeñas y arrugadas manos de su esposa, una camisa de un color semejante, o más amarillenta, sus botas negras, nunca del todo negras ya que el polvo también lograba matizarlas, y su sombrero de yarey, nunca nuevo, sino sucio y descuidado, con pedazos que daban sombra a la pequeña cara, de color oscuro y delicadas facciones, brillante del sudor.
Lo recuerdo caminar de una lado hacia otro, despacio y callado, con su azadón a cuestas, que ya no pesaba, porque era una prenda usada por él muy frecuentemente.
También sentado allí, a la edad de 90 años, en aquella butaca de madera inclinada hacia atrás, tomando su siesta meridiana, sueño que cada caminante por el estrecho terraplén invadía con un cariñoso ¡Pepe, cómo está!
Yo fui una de las que lo interrumpió. Lo ví parar su cabeza para responder con un fuerte ¡Eeeyy! A la vez que miraba a su vieja, a su Teresa y le pregutaba ¿Quién es?
Un buen día noté, que al pasar por su frente y saludar, la cabeza no se paraba, el sueño no se cortaba y salía su señora con un siempre: «ya está malito, no escucha».
No volví a verlo caminar con su traje color churre por el extenso terraplén. La enfermedad de su corazón fue tan grande que se lo impidió y una tarde, al pasar, vi el sillón vacío.
Este trabajo no era inicialmente para ella, sino para el primero que me llevó a soñar y que ya no está. El vacío quedó en mis ojos que extraña su menudo cuerpo en el portal, en los campos con hierba, pero hace un hueco insalvable en el corazón de Teresa. Hoy, en honor a él, mi trabajo y mis respetos, son para su amada.
«Por el momento me siento un poco mal porque perdí mi viejo, y el perder al compañero, ya tu sabes que no me puedo sentir bien».
Aunque la ausencia de Pepe invada de dolor el pecho de su señora, los recuerdos quedan claramente en su memoria a pesar de sus 88 años cumplidos.
«Yo lo conocí cuando vine del 8 de Macagua para Las Tunas, en casa de una sobrina mía. Fue un día 30 de agosto de 1968. Me acababa de divorciar de mi primer esposo cuando lo encontré. Nos sentamos a conversar y nos enamoramos».
Ya no habita en la pequeña casita de madera. Sus hijos de crianza, porque no tuvo propios, la acogieron para intentar sanar el dolor y dar abrigo a su alma.
Aunque esté rodeada de nietecitos hermosos y agradecidas hijas, Teresa se siente triste. Sus opacos ojos ya no sonríen y la extrema delgadez de su cuerpo extraña los abrazos de quien hace 50 años le robó el corazón.
La muerte me arrebató a mi personaje preferido del barrio, al afanado protagonista de mi más imaginado trabajo, pero me dejó el dolor viviente de una anciana enamorada de la Luna, de mi nuevo ser admirado, por la fortaleza que deposita cada día en que amanece y él no se encuentra a su lado.
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