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África: El contaminado aire de Elmina

Elmina es un pueblito de pescadores en Ghana, África subsahariana, en el que un día se construyó un castillo que evolucionó durante tres siglos. Fue edificado por los portugueses como un fuerte en 1482 para defenderse de los españoles, cuando el comercio del oro dominaba las ideas expansionistas de los europeos en África.

Pero como la trata de esclavos evolucionó rápidamente y daba grandes ganancias a los imperialistas de Europa e, incluso, sustituyó al comercio del oro, el pequeño fuerte, que en sus inicios se llamó Sao Jorge, alrededor de 1600 fue reforzado y aumentado de tamaño, con un patio interno que se le agregó y lo hizo crecer hasta el doble de su área inicial. Entonces tomó el nombre del pueblito.

En ese tiempo el comercio de esclavos hacia América se intensificó con aires de competencia principalmente por los holandeses y el castillo Elmina cayó en sus manos; fue reforzado en la parte que da hacia tierra en las guerras del siglo XIX, con el apoyo de sus aliados Ashanti, de Kumasi, en el centro del país, y los británicos de Cape Coast, apoyados por las tribus Fanti, que vivían en la costa del Golfo de Guinea. Mediante negociaciones, finalmente los británicos se apoderaron de Elmina, convertido ya en la principal ruta de esclavos de esta zona y quizás  del África.

África: El contaminado aire de Elmina
La plazoleta principal del castillo.

Hoy, Elmina sigue con su majestuosidad, mirando siempre al mar, como una guía del pueblito de pescadores que, aunque ha crecido, sigue siendo el mismo en esencia. Mas, quizás, muchos de sus habitantes no sepan la historia de tan siniestro castillo que ahora es un museo.

Las generaciones de hoy andan a la sombra de esta edificación sin saber que muchos de sus ancestros murieron allí o por ahí fueron sacados hacia América. Y lo observan desde afuera –porque visitarlo cuesta demasiado dinero–  como apacible museo que aun a la distancia de tantos años no puede disimular su carga de espeluznante instalación en la que todavía se respira el olor de la muerte.

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El portón principal, que antes se abría solo para recibir a los negros que irían a América.

Las murallas de Elmina son impresionantes. Al entrar  por su portón principal, el visitante no puede dejar de sentir una sensación extraña y mira hacia atrás quizás con el temor de que aquella puerta se cierre como antes.

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La celda de castigo: en unos pocos metros cuadrados los negros que se fugaban y eran capturados se encerraban y no volvían a salir ni después de muertos.

Cuando se llega al patio y se mira alrededor, la majestuosidad del lugar se apodera del que ha entrado. A la derecha, la celda de castigo con una puerta estrecha en cuyo borde superior se incrusta una carabela con sus tibias cruzadas. Ahí entraban los esclavos que osaban fugarse y no volvían a salir jamás. La puerta se cerraba para siempre y nunca más comían ni bebían agua. Así transcurría el tiempo y cada vez que otro se fugaba, la puerta se volvía a abrir para tragarlo. El recién llegado tenía que morir rodeado de muerte, con los cuerpos podridos a su alrededor; el ciclo se repetía una y otra vez. Aun hoy, un olor desagradable sale de las paredes de esa celda.

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El interior de Elmina.

El gran patio está rodeado de instalaciones destinadas a diversos fines. Preside la plazoleta el edificio donde vivía el capitán general del castillo y en su costado izquierdo otra puerta de la muerte, que da entrada a un oscuro y angosto pasillo por el que se llega a las habitaciones destinadas a los esclavos: una parte para las mujeres y otra para los hombres.

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En estos cuartos se encerraban a los negros que quedaban completamente a oscuras cuando se cerraban las puertas en espera de que llegara el barco.

En unos pocos metros cuadrados, totalmente a oscuras cuando se cerraban las puertas, cientos de africanos tenían que pasar el tiempo hasta su salida definitiva del continente, uno encima del otro, haciendo sus necesidades fisiológicas ahí mismo, en lo que constituía un espectáculo único y quizás irrepetible, como muestra del más despiadado desprecio por la vida de aquellos seres humanos.

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Por esta puerta que parece una rendija, salían los negros directamente hacia el barco que en aquella época fondeaba ahí mismo porque el mar llegaba hasta allí.

Los que sobrevivían eran conducidos por otro pasillo resbaladizo, hasta una puerta que da al mar, tan estrecha que parece una rendija en las húmedas y lúgubres paredes de ese, el pequeño salón final, desde donde se llegaba al barco negrero con destino a América.

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En la parte superior del castillo todo el andamiaje defensivo: los cañones que miran al mar, la comandancia y otras instalaciones desde las que se domina todo el poblado y el pedazo de mar que bate con furia sobre las rocas que sirven de cimiento a la edificación.

El castillo Elmina, con su figura rodeada de niebla, es impresionante desde afuera, aun desde la lejanía, pero mucho más desde adentro, donde cada una de sus partes delata la maldad de aquellos hombres blancos que se ensañaron con los nativos de ese continente de una forma tan cruel que es poco creíble cuando se cuenta.

Hay que visitar Elmina para saber de qué se habla, respirar su aire que a la distancia de cuatro siglos sigue contaminado; sentir cómo se eriza la piel cuando se está en sus entrañas, viviendo por un momento los instantes de aquellos negros cazados como fieras y convertidos en esclavos, para quienes era un triunfo llegar al barco, porque no todos sobrevivían a tan dura prueba.

Elmina es hoy un museo aparentemente inofensivo, y es hasta bello cuando se mira desde afuera. Pero quien entra queda marcado para siempre, porque vive un pedazo de aquella etapa siniestra llamada esclavitud, que a la distancia de tantos años hace sentir vergüenza a la humanidad.

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Miguel Díaz Nápoles
Periodista, fotorreportero, realizador de cine, radio y vídeo, profesor universitario. Master en Ciencias de la Comunicación, Universidad de La Habana. Vicepresidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en Las Tunas. Conferencista sobre temas de Comunicación, Periodismo e Internet. Premio Nacional de Periodismo hipermedia 26 de Julio en 2006 y 2007. Ha sido galardonado en varias ocasiones con el Premio Provincial Ricardo Varela Rojas por la obra del año y de Periodismo Ubiquel Arévalo Morales y en otros certámenes del sector. Fue reportero del diario 26. Durante el 2001 le dio cobertura informativa a la labor de los médicos cubanos en Ghana, en el África Subsahariana y sobre sus experiencias escribió el libro Hacia el reino del silencio, publicado en 2008 por la Editorial Pablo de la Torriente Brau, de la Unión de Periodistas de Cuba. En 2000 creó Tiempo21, edición digital de los Servicios Informativos de Radio Victoria. Productor del largometraje Los Cuervos y el cortometraje Homoerectus, de producciones Acoytes-Uneac, Las Tunas. Durante 2016 y 2017 se desempeñó como editor de contenido de la Dirección General de Multimedia en Español, y de las Mesas de Redacción y Asignaciones del canal multiestatal TeleSur, en su sede central de Caracas, Venezuela.

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