Un mar de publicaciones en medios digitales y analógicos generó en todo el mundo la noticia del fallecimiento del Papa Francisco el pasado 21 de abril. Las redes sociales se inundaron de fotos, videos, mensajes, anécdotas, comentarios y reacciones de todo tipo sobre un ser humano extraordinario que supo ganarse el aprecio de la gente, católicos o no, a fuerza de humildad, ternura y bondad.
Desde que asumió el liderazgo de la Iglesia Católica, el 13 de marzo de 2013, comenzó rompiendo esquemas. Insistía en que el Pastor oliera a ovejas, fuera cercano, empático, comprometido de igual a igual.
Prefería una iglesia en salida, accidentada por anunciar el Evangelio en las calles, antes que enferma y encerrada. Sentía predilección por los grupos marginados, por defender a aquellos que no encajaban en ningún lugar.
De nombre secular Jorge Mario Bergoglio, fue el primer papa jesuita y el primer pontífice originario de América. Aportó calidez y accesibilidad pastoral. Se le veía feliz de posar para selfies con sus admiradores. Y buscó construir puentes con otras religiones.
Francisco, en doce años de pontificado, condujo a la Iglesia hasta nuevas fronteras. Muchos lo vieron como el primer papa digital, ya que fue pionero en la utilización Facebook Live y en compartir una encíclica a través de una cuenta de Twitter. Una vez dijo que Internet era un “regalo de Dios”, y bien aprovechó ese obsequio, pues tenía millones de seguidores en sus cuentas oficiales en múltiples idiomas. Sus acciones y frases a menudo se viralizaban y generaban memes en las redes sociales.
Le daba igual regalar su solideo a un niño autista que exhibir un típico sombrero mejicano o una indumentaria indígena. Era natural. Era el Papa del Pueblo, que reía a carcajadas sin tantos protocolos y hasta se prestaba para intervenir en funciones de circo.
Al momento de su fallecimiento, dejó una fortuna personal estimada en unos 100 dólares. Durante su vida como sacerdote, obispo, cardenal y finalmente como Papa, nunca acumuló bienes personales ni cuentas bancarias a su nombre. No vivía en un palacio. Se movía en un sencillo medio de trasporte y conservó sus zapatos negros ortopédicos.
En una época convulsa, ofreció un tipo de liderazgo diferente. Se conmovía por quienes vivían en las periferias, lavó los pies a los presos, besaba y abrazaba con pasión a los enfermos. Habló de misericordia, de compartir los bienes y de ser humildes en medio de la dureza en el trato, de la avaricia, la arrogancia y la soberbia.
El Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo nos invitó a pensar en el mundo que le dejaremos a las futuras generaciones. Se preocupó por el cuidado del medio ambiente. Pidió evitar andar balconeando, es decir, subirse al balcón a mirar, criticar y no hacer nada. Nos recomendó no andar con «cara de limón o de pimiento avinagrado», con el ceño fruncido, sino ser alegres, aún en medio del dolor y las tribulaciones. Y a los jóvenes les dijo que hicieran líos, un lío que les dé un corazón libre, que les dé esperanza.
El Sumo pontífice dejó claro que la iglesia no es una aduana, que «La familia es como un hospital de campaña que acoge a todos, cura heridas y da consuelo» y que «La verdadera riqueza no está en las cosas, sino en las personas». En tanto, acuñó frases como la ya conocida “quien no vive para servir, no sirve para vivir”. También mostró su amor por Cuba, una relación de respeto y sensibilidad mutua.
Un histórico camino que inició con su visita apostólica del 19 al 22 de septiembre de 2015, abriendo así un espacio de confluencia y entendimiento, más allá de credos o ideologías. Fuimos testigos de las misas que ofició en La Habana y en Holguín donde asistimos una buena representación de tuneras y tuneros; además en Santiago de Cuba compartió con muchas familias. Visitó el Santuario de El Cobre y veneró a la Virgen de la Caridad, nuestra patrona nacional.
El Santo Padre murió a los 88 años de edad y pidió que el féretro fuera de madera, en una tumba sencilla y el sepulcro en la tierra; sin decoración particular y con una única inscripción: Franciscus.
Aquel, que cerraba cada aparición suya pidiendo de favor que rezaran por él, cerró ahora una vida terrenal valiente, justa, consecuente de principio a fin con su palabra y acción.
En las breves y sentidas palabras al asomarse el Domingo de Pascua, 20 de abril de 2025, a la logia central de la Basílica de San Pedro para la bendición «Urbi et Orbi», dio un gesto lleno de esperanza y de fe que marcó no solo la celebración de la Resurrección de Cristo, sino también un testimonio de su fortaleza y dedicación, a pesar de las adversidades físicas.
Otro momento especialmente conmovedor ocurrió al final, cuando se subió al papamóvil y recorrió la Plaza de San Pedro, saludando a los numerosos peregrinos presentes. Fue una despedida de los feligreses que tanto quiso y que le quieren.
El Obispo de Roma enfatizó ese día, previo a sus deceso, que «desde el sepulcro vacío de Jerusalén llega hasta nosotros el sorprendente anuncio: Jesús, el Crucificado, «no está aquí, ha resucitado» (Lc 24,6). No está en la tumba, ¡es el viviente!». Asimismo, resaltó que «el amor venció al odio. La luz venció a las tinieblas. La verdad venció a la mentira. El perdón venció a la venganza. El mal no ha desaparecido de nuestra historia, permanecerá hasta el final, pero ya no tiene dominio, ya no tiene poder sobre quien acoge la gracia».
Sea un signo y ojalá nos inspire su legado para que su siembra sea fecunda.
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