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A 151 años del asesinato del Padre de la Patria

Las Tunas.- En las estribaciones de la Sierra Maestra, allá donde la hierba siempre está verde y las aves anidan en paz, cayó abatido un hombre, humilde en su soledad o solo en su humildad, pero grande en los sentimientos de los cubanos del año 1874 y en los de los tiempos actuales.

Era el 27 de febrero en San Lorenzo y balas españolas inmortalizaron al Padre de la Patria, al hombre que se adelantó a la fecha acordada y el 10 de octubre de 1868 declaró la independencia de Cuba del régimen colonialista para dar inicio a la Guerra de los Diez Años.

Carlos Manuel de Céspedes estaba a unas semanas de cumplir 55 años y dedicaba mucho tiempo a enseñar a leer y escribir a los niños de los alrededores.

Ese día, hace 151 años, prefirió morir antes que ser preso y, tal como lo relató el coronel del Ejército Libertador Manuel Sanguily: “hizo frente con su revólver a los enemigos que se le encimaban, y herido de muerte por bala contraria, cayó en un barranco, como un sol de llamas que se hunde en el abismo”.

Nacido en una familia aristocrática de Bayamo, Céspedes creció como un hombre sencillo, sin renunciar a las ansias libertarias con las que se identificó desde joven. Se hizo abogado, pero prefería pasar las horas estudiando idiomas, jugando ajedrez, leyendo o escribiendo poemas.

El 4 de agosto de 1868, en San Miguel del Rompe, actual territorio de la provincia de Las Tunas, defendió la idea de levantar las armas con inmediatez e instó a los presentes con una frase que eternizó la historia: “Señores: La hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!.”

Por su valor en el combate, por la firmeza de su pensamiento y por su capacidad de aunar a todas las fuerzas, el 12 de abril de 1869 asumió la Presidencia de la República en Armas, hasta ser depuesto el 27 de octubre de 1873. En ese período, muchos momentos lo hicieron acreedor del respeto hasta de los españoles.

Sin dudas, fue inolvidable su postura en mayo de 1870, cuando el Capitán General de la Isla le avisó que su hijo Oscar había sido capturado y condenado a muerte. Podía salvarlo si claudicaba y su respuesta fue tan valiente como él: “Oscar no es mi único hijo: yo soy el padre de todos los cubanos que han muerto por la Revolución”.

Solo, casi ciego y enfermo, Céspedes cerró los ojos y su corazón dejó de latir. Como trofeo de guerra llevaron su cadáver y luego lo tiraron a una fosa común del cementerio Santa Ifigenia. Santiagueros de almas caritativas resguardaron el sitio y después trasladaron sus restos a otro, más seguro.

El 7 de diciembre de 1910 se colocaron en un complejo monumentario, del que salieron el 10 de octubre de 2017 hasta su ubicación definitiva junto a Mariana Grajales, la Madre de la Patria, y muy cerca del Héroe Nacional José Martí y de las cenizas del Comandante en Jefe de la Revolución Cubana, Fidel Castro Ruz.

/mga/

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