Los ojos abiertos, como de vidrio. Con la cabellera enmarañada y el cuerpo manchado de sangre, el cadáver del Che esboza una asombrada sonrisa.
No quería morir, aún tenía muchos sueños por cumplir, pero volvería. La foto de un Ernesto Guevara de la Serna, muerto y rodeado por sus asesinos, sacudió al mundo.
Dijeron que había muerto en su último combate, el 8 de octubre de 1967. Más tarde, se supo que fue capturado vivo, interrogado, que trataron de envilecerlo.
El soldado Mario Terán sería el tristemente célebre ejecutor de las órdenes de asesinato de la Agencia de Inteligencia Americana, CIA.
En cuerpo semidesnudo fue exhibido, cual trofeo, en el lavadero en la escuelita de La Higuera, al sur de la provincia de Vallegrande.
Cuba, que lo acogió como un hijo y donde realizó sus mayores hazañas, lo lloró amargamente.
Fueron muchos los esfuerzos por recuperar los restos de los combatientes de la guerrilla. Finalmente, en 1997, casualmente en el aniversario 30 de su desaparición física, fueron encontrados, identificados y trasladados al Memorial de Santa Clara, donde se les rinde justo homenaje.
En la foto póstuma, su rostro sereno, su sonrisa enigmática quizás preveía lo que sucedió después. Hoy para muchos latinoamericanos es un Santo, para otros, el Guerrillero Heroico es inspiración en la lucha por un futuro mejor.
Para los cubanos, el Che siempre será cercano. El expedicionario del Granma, el amigo inseparable de Camilo, el compañero de Fidel, el padre amoroso y el revolucionario exigente, honesto e intransigente con lo mal hecho.
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