Han pasado 62 años y, sin embargo, lo que sucedió el 2 de diciembre de 1956 en la ribera inhóspita de Los Cayuelos, cerca del playazo de Las Coloradas, Niquero, costa suroriental de Cuba, clavó un jalón en la historia más reciente de la nación y reafirmó que la continuidad de la revolución libertaria era una realidad, anclada al fin en puerto seguro.
El desembarco de los 82 expedicionarios que al mando de su líder Fidel Castro habían navegado por un Mar Caribe proceloso, debido a fuerzas naturales y a la vigilancia y persecución enemigas, definió el nacimiento del Ejército Rebelde que libraría durante poco más de dos años la batalla final contra la tiranía de Fulgencio Batista.
En esa fecha hoy se celebra con toda justicia y exacta significación el día fundacional de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Aún hay una hondura mayor en su trascendencia. Con cada avance y victoria del núcleo mínimo primigenio de combatientes –diezmado sensiblemente por el ejército batistiano tras el desembarco-, también renacieron y se extendieron enormes fuerzas morales y patrióticas en todo el pueblo cubano. Y esa conciencia nacional robusteció la lucha en número y en respaldo popular, e hizo posible la victoria del Primero de Enero de 1959.
Luego de su excarcelación en 1955, tras los sucesos del Moncada, Fidel Castro marchó al exilio en México. Desde allí nucleó a un grupo de valiosos compatriotas, como él comprometidos con la causa liberadora. Entre los expedicionarios había hombres que pronto se convertirían en figuras legendarias por su heroísmo y destreza militar.
Citemos solo algunos: Camilo Cienfuegos, el Señor de la Vanguardia; el argentino Ernesto Che Guevara, el mítico guerrillero amado por el pueblo cubano; Juan Almeida Bosque, comandante de innata sencillez, arrojo y fidelidad, el mismo que en medio de la arrasante metralla que los dispersó pocos días después de tocar tierra, en Alegría de Pío, gritó ante el llamado enemigo: “¡Aquí no se rinde nadie, c…!”
El segundo jefe de la expedición era un revolucionario extraordinario, lamentablemente asesinado poco después del arribo del Granma, luego de su captura debido a una delación. Era el periodista Juan Manuel Márquez, de una trayectoria impresionante como luchador comunista y desde el frente de su oficio. No en balde se le confió el puesto de segundo al mando.
Salieron del puerto de Tuxpan, México, el 25 de noviembre, todavía sin haber clareado la mañana. El tiempo era infernal, por el oleaje, vientos y lluvias de la temporada. Pasaron días aciagos de adaptación a la navegación y al hacinamiento de aquellos hombres nada duchos o
habituados a las faenas marineras.
Finalmente, en la madrugada del 28 ya avanzaban con certeza Mar Caribe adentro. Sin embargo, al día siguiente hubo una alarma de combate, pues se acercaban dos naves sospechosas que resultaron ser dos inofensivos pesqueros que ni los miraron.
El 30 de noviembre, fecha en la cual inicialmente se esperaba su arribo a costas cubanas, el yate iba bien enrumbado hacia la Mayor de las Antillas, pero estaba lejos de las maniobras de desembarco.
Entonces se enteraron por la radio sobre el alzamiento de la ciudad de Santiago de Cuba, en apoyo a la llegada de la expedición, para distraer a las fuerzas de los batistianos. Esta acción heroica de los santiagueros fue reprimida con saña por el tirano y no cumplió los objetivos.
En la madrugada del primero de diciembre y cuando el expedicionario Roberto Roque oteaba el horizonte, una fuerte vibración sacudió el navío y cayó al mar. Su rescate angustioso y azaroso
retrasó el viaje, pues por órdenes de Fidel se detuvo la navegación hasta encontrarlo sano y salvo, por suerte.
Al encender los motores de nuevo, a la hora divisaron las luces del faro de Cabo Cruz. Transitando por el canal de Niquero dieron con unas boyas no prescritas en la carta de navegación disponible. Esto les creó dudas del sitio donde se encontraban.
Decidieron disminuir la velocidad, cambiar el rumbo y dirigirse a la costa sin esperar más. Ya en la tarde de ese día dijo que atracarían de un momento a otro en un punto cercano de Niquero, al sur de Oriente. Definió la organización militar que asumirían.
Así fue como el noble Granma encalló en una punta de mangle nombrada Los Cayuelos, a dos kilómetros de la playa Las Coloradas, que fue donde proyectaron el desembarco. Eran las 06:50 horas del dos de diciembre de 1956.
Intentaron usar un bote auxiliar para llevar a tierra el armamento y demás materiales de guerra, pero fue tanto el peso que la pequeña embarcación se hundió. Cada cual debió cargar lo suyo. Cuando solo quedaba por salir del navío el pelotón de retaguardia, pasaron cerca del yate una lancha de cabotaje y un barco arenero. Esto los urgió a dar mayor rapidez a las maniobras. Ya no quedaba ni rastro de petróleo para hacer navegar de nuevo al navío.
Obligados a moverse por la franja costera cenagosa, a veces putrefacta e infestada de mosquitos, tardaron varias horas en llegar a tierra firme. Esa marcha forzada e imprevista los hizo perder la mayor parte del equipamento que restaba.
Por suerte la tupida maraña de mangle los protegía de ser localizados con certeza por la aviación enemiga que andaba a su caza.
Al fin llegaron. La tierra cubana era entonces puerto seguro para la libertad y para los ideales que ellos traían consigo. No tanto para la vida de cada uno, pero lo sabían y asumían.
Entonces, a pesar de los azares y quebrantos, sintieron la dicha de haber llegado a ella. Y
continuaron, sin rendirse, el camino… (Martha Gómez Ferrals /ACN).
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