Escrito por: Gabriela Peña Garcés.
Cuentan que era como una madre que lo resuelve todo. Bastaba una nota para que intercediera, y el problema, casi de forma automática, se volvía menor.
Era humildad, dulzura, humanismo, y a la vez, inteligencia, coraje y pasión infinita.
Revolucionaria de cuna, amante de la naturaleza, de lo salvaje, una gran mujer en un tiempo gobernado por los hombres. La primera soldado combatiente en las filas del Ejército Rebelde.
Un pilar fundamental de la lucha en la Sierra. Amiga de Fidel. Gestora de cuanto fuera necesario para lograr el triunfo, tanto así que Raúl la consideró la madrina del Ejército Rebelde.
No tuvo hijos, al menos, no crecidos en su vientre, pero se apropió de los ajenos de las formas más dulces posibles; ayudando a los desamparados -como está decretado en su nombre-, otorgando hogares, escuelas y oportunidades para crecer.
Con su padre colocó el busto del Apóstol en el punto más alto de Cuba, allí arriba para que como centinela, velara, y de algún modo bendijera esta Isla que tanta fuerza y fe necesita.
En tiempos donde el día a día de los cubanos es una carrera incesante contra las dificultades, se hace necesario evocar su imagen, y como ella, crecernos ante la adversidad, sin perder los sentimientos que nos hacen humanos.
No hace falta un nombre para identificarla, porque los valores no se encierran en una palabra, y los cubanos de corazón sabemos que entre las muchas mujeres cubanas de cuantiosa valía, se encuentra una grande e inolvidable: Celia Sánchez Manduley.
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