El reloj marca las ocho de la noche cuando el aroma a cilantro y comino invade la casa. En la cocina, Lucía —madre, abogada y chef por obligación— remueve una olla de frijoles mientras su hija menor, Sofía, de siete años, dibuja corazones en el vapor del espejo. Afuera, el ruido de la ciudad ruge, pero aquí, entre los golpes de cuchara contra el metal y las risas por un chiste repetido, el tiempo parece detenerse.
